(...) “Era odio; pero también era la omnipresente cobardía de ponerla en su lugar, y que así pasara lo que tuviera que pasar: matarnos el uno al otro; matarla a ella, matarme a mí. O, dejarnos vivir en tranquilidad, lo que nos quedara”. Fue lo primero que pensé al verme dentro del cuarto. Y pensaba, al tiempo que buscaba una toalla y ropa interior, en lo que dice el Coronel Frank Slade, en aquel memorable discurso anclado en la admiración y el respeto; es decir, a la amistad: “I always knew what the right path was; without exception, I knew. But I never took it. You know why? It was too damm hard.”
¿Soy yo, el Coronel Slade o, hay todavía algo qué hacer? Lo fundamental en todo caso es que ya no puedo esconderme: ya sé. La muerte de la feliz ignorancia me ha devuelto desnudo a la realidad. A la verdadera, la fragmentada, la de niveles; en la que la mentira es tan verdad como la verdad mentira: extraído del fragmento entendido como absoluto que ella llama realidad, sé más que ella. Mas vienen estas palabras de Sartre a mi espíritu: “Pero, al pasar al estado reflexivo, las conductas espontáneas pierden su inocencia y la excusa de lo inmediato: tiene que ser asumidas o cambiadas.” Y recuerdo esa otra tarde que quise, bajar un avión alemán.
Hubiera sido una digna muerte para mí. La única posible para ella. La necesaria a ambos. Yo habría retornado al eterno principio. Otra vez. (...)
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