viernes, 30 de octubre de 2009

La risa (fragmentito). Henry Bergson.

Debo hacer notar ahora, como síntoma igualmente notable, la insensibilidad que casi siempre acompaña a la risa. Diríase que lo cómico se puede producir sólo cuando es recibido por una superficie espiritual pulida y tranquila. Su medio natural es la insensibilidad. El peor enemigo de la risa es la emoción. No quiero negar que nos podamos reír de una persona que, verbigracia, nos inspire piedad y aún afecto; pero será menester que en este caso olvidemos por unos instantes ese cariño y hagamos callar esa piedad. Es probable que en una sociedad de inteligencias puras no se lloraría, pero sí se reiría, mientras que entre almas en cuya persistente sensibilidad todo suceso produjera un eco sentimental, no se conocería ni entendería la risa. Intentad por un momento interesaros por todo lo que se dice y todo lo que se hace; obrad mentalmente con quienes practican la acción; sentid con los que sienten; dad, en fin, a vuestra simpatía, su más amplia efusión, y veréis, como por efecto de una varita mágica, que las cosas más fútiles se tornan graves, y que todo adquiere severos matices. Salid ahora de vuestra impresionabilidad, asistid a la vida cual espectador indiferente, y veréis que muchos dramas se truecan en comedia. Con sólo cerrar nuestros oídos a los acordes musicales en un salón de baile, nos parecerán ridículos los bailarines. ¿Cuántos acontecimientos humanos resistirían esta prueba? ¿Cuántas cosas no veríamos trocadas de graves en cómicas, si las aisláramos de la música del sentimiento con que las acompañamos? Para producir todo su efecto, lo cómico exige algo así como una momentánea anestesia del corazón, para dirigirse a la inteligencia pura.
Mas, es necesario que esta inteligencia esté en contacto con otras inteligencias.

... Estúpidos.

miércoles, 21 de octubre de 2009

Hazte miel y te comerán las moscas.

-Gueorgi, ¿por qué me martiriza? -dijo ella, pasando de pronto a hablar en ruso, alterada la voz por la emoción-. ¿Por qué? Hágase cargo de mis sufrimientos... (...)
El jueves siguiente, Orlov se quejó ante sus amigos de aquella vida insoportable. Fumaba mucho y hablaba exasperado:
-Esto no es vida, es una verdadera inquisición. Lágrimas, alaridos, conversaciones de alto estilo, súplicas de perdón, y otra vez lágrimas, y otra vez alaridos... Y, en resumen, ya no tengo casa propia, y me martirizo y la martirizo. ¿Habrá que vivir así un mes o dos meses más? ¿Tendré que aguantarlo? Pero ¡si es imposible!
-Pues habla con ella -sugirió Pekarski.
-Se te volverá un año -dijo Yepez.

Fragmento de Relato de un desconocido de Anton Chéjov.

sábado, 17 de octubre de 2009

Interesante.

¿Nos interesa acaso, el interés de los demás?

miércoles, 14 de octubre de 2009

¡Por nuestra verga debiera de correr sangre!... y mancharnos también entonces de impunidad.

domingo, 11 de octubre de 2009

La mentira. Raymond Carver.

Es mentira, dijo mi esposa. ¿Cómo puedes creer una cosa así? Ella está celosa, eso es todo. Giró la cabeza y me miró fijamente. Aún no se había quitado el sombrero ni el abrigo, y estaba ruborizada por la acusación. ¿Me crees a mí, no? ¿Seguramente no creerás aquello?

Me encogí de hombros y le dije: ¿Por qué iba a mentir? ¿Con qué objeto? ¿Qué obtendría con ello? Me sentía incómodo, pero permanecí allí en pantuflas, abriendo y cerrando los puños, con la sensación de estar haciendo el ridículo, exhibiéndome, no obstante las circunstancias. No tengo madera para hacer el papel de inquisidor. En ese momento deseaba que nunca hubiese llegado a mis oídos, que todo pudiera ser como antes. Se supone que es amiga, amiga de los dos, comenté.

¡Una hija de puta, eso es lo que es! ¿Te crees que un amigo, aunque sea lejano, incluso un simple conocido, diría una cosa así, una mentira tan evidente? Simplemente no lo crees. Movió la cabeza ante mi necedad. Desabrochó su sombrero y se sacó los guantes, poniendo todo en la mesa. Luego se quitó el abrigo y lo arrojó sobre el respaldo de una silla.

Ya no sé qué creer, le dije, quisiera creerte a ti.

Entonces créeme, dijo ella. Que me creas, es todo lo que te pido. Te digo la verdad. No iba a mentir en un asunto así. Anda, di que no es cierto cariño, di que no lo crees.

La amo. Deseaba abrazarla, estrecharla en mis brazos, decirle que le creía. Mas la mentira, de ser mentira, se interponía ya entre nosotros. Me acerqué a la ventana.

Debes creerme, dijo. Sabes que eso es una estupidez. Sabes que te digo la verdad.

Permanecí junto a la ventana, observando el tráfico que se movía lento allá abajo. Si levantaba la vista podía distinguir a mi esposa reflejaba en los cristales. Soy un hombre de criterio amplio, pensé. Puedo resolver esto. Comencé a pensar en mi esposa, en nuestra vida, juntos, en la verdad y la ficción, en la honestidad y la impostura, en la ilusión y la realidad. Recordé la película Blow-up, que habíamos visto recién, y recordé también la biografía de León Tolstoi que yacía en la mesita, las cosas que dice sobre la verdad, el escándalo que produjo en la vieja Rusia. Entonces me vino a la memoria un amigo de la secundaria, de hacía mucho. Era un tipo incapaz de decir la verdad, un mentiroso absoluto e incurable y, con todo, una persona agradable y bien intencionada y, sin duda, un auténtico amigo durante los dos o tres años de un período difícil de mi vida. Me alegró mucho el descubrimiento de aquel mentiroso de mi adolescencia, era un precedente al cual podía acogerme en la actual crisis de nuestro –hasta aquel momento– feliz matrimonio. Esa persona, ese consumado mentiroso podía muy bien probar la teoría de mi esposa de que existía esa clase de gente en el mundo. Me puse feliz de nuevo. Me volteé para hablar, sabía lo que quería decir: sí, puede ser verdad,es verdad: hay gente que miente de modo incontrolable, quizás inconscientemente, a veces de modo enfermizo, sin medir las consecuencias. Quien me contó pertenecía a esa categoría, sin duda. Pero justo en ese momento mi esposa se sentó en el sofá, se cubrió la cara con las manos y dijo: Es cierto... Que Dios me perdone. Todo lo que ella te contó es verdad. Mentí cuando dije que no sabía nada.

¿De veras?, pregunté, sentándome en una de las sillas junto a la ventana.

Ella asintió. Aún se cubría la cara con sus manos.

¿Por qué lo negaste entonces?, le dije. Nunca nos habíamos mentido. ¿No nos hemos dicho siempre la verdad?

Estaba avergonzada, me dijo. Me miraba y movía la cabeza. Sentía vergüenza, no te imaginas cuánta, no quería que lo creyeras.

Creo que lo entiendo, dije.

De una sacudida se quitó los zapatos y se recostó de nuevo en el sofá. Pero enseguida se sentó y se quitó el suéter de un tirón y luego se acomodó el cabello. Cogió un cigarrillo de la mesita. Le ofrecí fuego sosteniendo el encendedor y por unos momentos me quedé pasmado ante la visión de sus dedos alargados y pálidos, igual que de sus uñas relucientes. Me pareció que los observaba de modo novedoso y un tanto revelador.

Dio una fumada y, un minuto después, dijo: ¿Y cómo te fue hoy, querido? En general, quiero decir... Tú sabes a qué me refiero. Mantuvo el cigarrillo entre los labios el minuto durante el cual se levantó para deshacerse de su falda. ¡Ah!, dijo.

Más o menos, le respondí. Aunque no lo creas, por la tarde estuvo aquí un policía con una orden judicial, buscaba a una persona que vivió abajo. El mismo gerente del edificio avisó que cortarían el agua por una media hora, entre las tres y las tres y media, en lo que hacían algunas reparaciones. En realidad, ahora que lo pienso mejor, fue sólo durante el tiempo que el policía estuvo aquí cuando tuvieron que cortar el agua.

¿De veras?, dijo ella, poniendo las manos sobre sus caderas. Luego se estiró, cerró los ojos, bostezó y sacudió su larga cabellera.

También leí una buena parte del libro de Tolstoi, le dije.

Magnífico, dijo, y empezó a comer nueces. Con la mano derecha lanzaba una tras otra hasta su boca, mientras que en la izquierda sostenía el cigarrillo entre los dedos. A ratos paraba de comer, el tiempo justo para limpiar sus labios con el dorso de la mano y dar una fumada. Para entonces se había librado ya de su ropa interior. Con las piernas cruzadas bajo su cuerpo se posó en el sofá. ¿Y qué tal? preguntó.

Tenía ideas interesantes, respondí. Era todo un personaje. Los dedos de las manos me hormigueaban y mi sangre empezaba a agitarse. Igual, me sentía débil.

Venga acá mi mujikito, dijo de repente.

Quiero saber la verdad, dije débilmente, postrado a gatas. La frescura y suavidad de la alfombra me excitaron. Había andado a gatas hasta el sofá y puesto mi mejilla sobre uno de los cojines. Ella deslizó su mano entre mi cabello, sonriendo. Unos granitos de sal brillaban en sus labios carnosos hasta que, de momento, observé cómo sus ojos se llenaban de una inexpresable tristeza y, a pesar de ello, continuaba sonriendo y mesándome el cabello.

A ver mi pachá, dijo. Venga aquí mi bollito. ¿En verdad creyó usted a aquella mujer horrorosa esa mentira inmunda? Venga acá, recueste su cabecita en el seno de mami... Así, así, ahora cierre sus ojos. ¡Así! ¿Cómo pudo creer semejante cosa? Usted me decepciona. Usted me conoce mejor que eso. Mentir es nada más un deporte para cierta gente.

sábado, 3 de octubre de 2009

Gusano en el mezcal

A ti.

La sórdida impunidad,
en esa constricción vulgar que ostentas
al fondo de un teatro guiñol, vivo
de pasado y arrastrado,
por manos de Alcibíades; sabiendo
que se halla a los hilos, no al fondo,
de litros de moda y planes:
¡Ah en ese rayado disco
claro suena de arena, un castillo!