Sin sentimentalismos de ninguna especie, es más, con dignidad y estoicismo ejemplares, Conrad nos revela en sus novelas el carácter trágico del destino humano, añadiendo que toda victoria moral significa a la vez una derrota material. El héroe conradiano triunfa sobre sus adversarios haciéndose añicos o permitiendo que algún ser despreciable lo haga añicos. Su recompensa, su victoria, consiste en haberse mantenido fiel a sí mismo y a unos cuantos principios que para él encarnan la verdad. Jamás se deja tentar por la mentira ni por la vulgaridad; por lo mismo es siempre un blanco fácil para los dardos de la morralla humana, el medio pelo, esa mezquina y ruidosa turba que vive sostenida por la falacia, el oportunismo, la sumisión, la oquedad, las trampas, las engañifas sociales, la venalidad y la moda.
De un párrafo extraído de la correspondencia de Joseph Conrad:
Tengo la convicción de que el mundo descansa en unas cuantas ideas, muy sencillas, tan sencillas que deben ser tan viejas como las montañas.
Descansa, sobre todo, en la fidelidad a uno mismo.
La madurez de una sociedad, su aseo moral, la eliminación del elemento criminal en su conformación, sólo puede ser obra del individuo. Por remota que parezca su realización, creo en la nación como un conjunto de personas y no de masas.
(Fragmento de Ícaro, de Sergio Pitol).
Seguirán con la imbecilidad de la Democracia.
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