(porque gracias a él ahora los nerds pueden
ser celebridades y líderes de opinión)
una defensa de marco sifuentes
Me gusta el Twitter porque es la dictadura de la brevedad: ha decidido que la vida misma cabe en ciento cuarenta caracteres y sanseacabó. Di tu verdad y rómpete. Si algo tiene que explicarse con un par de letras más, es que no vale la pena explicarse. Adoro el Twitter porque adoro las paradojas: no hay forma de explicarle brevemente a nadie qué demonios es esta red social donde todos están publicando mensajes brevísimos. Defiendo el Twitter porque no es humilde en absoluto. Nació como un sistema para satisfacer el exhibicionismo de los nerds que, gracias a Internet, ahora son cuasicelebridades que necesitan comunicarle al mundo qué están haciendo. A cada minuto. Baño y sexo incluidos. Me gusta el Twitter porque al final resultó que no era tan inocente y que, en ciertos casos, hasta puede ser peligroso. Ahora es la Quinta Espada de la Revolución Digital, la manera más rápida y efectiva para informarte de las protestas durante las elecciones en Irán, cuando el gobierno suprimió los satélites para que los corresponsales extranjeros no pudieran transmitir al resto del mundo lo que ocurría y, entonces, los iraníes se volcaron a sus celulares para tuitear sus protestas. Soy feliz con el Twitter porque la cantidad de información que circula en sus venas es espeluznante. Agrega en tus contactos a los tuiteros correctos y listo. Desde la BBC hasta el tipo que no puede dejar de comentar ningún escándalo de la prensa de espectáculos, todos ellos, terminan trabajando para ti y te cuentan en ciento cuarenta caracteres lo que está ocurriendo allá afuera. Ya no tienes que salir a buscar la información, ella te busca, ansiosa. Hay quienes, como los periodistas, nos pasamos la mitad de nuestros días esperando algo o a alguien. Y si no te acompaña un libro durante la espera, nada mejor que un Blackberry o un iPhone para entrar al Twitter y matar el tiempo. Me gusta el Twitter porque es cuestión de lanzar una pregunta al aire para salir de cualquier duda. ¿Por qué debería gustarme el Twitter? Porque gracias a él @franco626 es el más cool e informado de su oficina; porque es la única distracción online que no han podido bloquear en el trabajo de @aledu7; porque @breno ahora tiene la ilusión de que a la gente realmente le importa saber si desayunó; porque, de vez en cuando, un empresario apodado Mero Loco, viejo amante de una vieja vedette, tuitea un directísimo «ablen» que me alegra el día; porque le permite a @jimmyfa decirle directa y públicamente al conductor de televisión Bruno Pinasco que está harto de sus maravillosos viajes por el mundo y de sus fotos con todas las estrellas de Hollywood; porque el galán de telenovelas Christian Meier tuitea desde su smartphone cada link extraño que encuentra, cada chiste tonto que le envían y cada minuto de su vida, y entonces quizá yo no sea ni tan nerd ni tan exhibicionista después de todo. Me fascina el Twitter porque no he visto jamás a las personas que acabo de mencionar pero siento una inquitante empatía con ellos. Me gusta el Twitter porque no es una monstruosidad demográfica como lo es el Facebook, y no lo es porque el Twitter (sólo dos millones de usuarios activos en el mundo), al final, es fiel a sus raíces: enviar mensajes cortos y punto. Nada de atiborrarse de jueguitos o tests o pedidos de «únete a mi causa». Me gusta el Twitter porque la gente, tarde o temprano, termina revelándose tal como es, en vez de refugiarse detrás de un álbum de fotos digitales. En el Twitter la palabra tiene el monopolio de tu imagen. Eres lo que dices, no lo que muestras. En el Facebook todo el mundo asegura que «le gusta esto» y todos tus «amigos» comentan lo lindas, preciosas y bien encuadradas que están tus fotos. En el Twitter, para empezar, no tienes «amigos» (a quién vamos a engañar, vamos), tienes «seguidores» (de tus mensajes, claro). Defiendo el Twitter porque pronto se volverá algo cotidiano, se esfumarán los debates a su alrededor y habrá pasado de moda. En cualquier caso, estoy seguro de que algún día podré dejar de defenderlo, podré abandonarlo, podré olvidarlo y me engancharé con la siguiente cojudecita tecnológica que aparezca. De eso se trata. Al final, me gusta el Twitter porque me gustan los amores efímeros.
ODIO EL TWITTER
(porque lo que allí abunda son gritos de auxilio de solitarios
que no saben cómo desenchufarse de la Internet)
una diatriba de luigi amara
Desconfío del Twitter porque está condenado a ser un registro de los tiempos muertos de cada individuo conectado a Internet: la gente suele relatar sus actividades justo cuando no hace gran cosa («Mastico un chicle bomba», «Miro largamente mis uñas»), de modo que o bien la actividad que describo es tan poco absorbente que me permite hacer su recuento en «tiempo real», o bien es a tal punto absorbente que no tiene cabida en el Twitter. Los cuernos del dilema de esta nueva interfaz conducen inevitablemente hacia lo inane, hacia un simple encabezado que no tiene texto debajo. Lo demás es alarde, minificción o necesidad desperada de reconocimiento. ¿Qué estás haciendo? La pregunta que plantea esta red social puede parecer inocente, incluso trivial. Pero la avalancha de respuestas que ha provocado, con millones de personas describiendo en pocas palabras sus actividades cada segundo, casi se diría compulsivamente, habla de una época dominada por la simplificación, lo mismo que por el morbo. Descreo del Twitter porque quien desde su teléfono móvil o desde sus horas de hastío frente a la computadora ha creído urgente propagar por el ciberespacio –esa versión high-tech de los cuatro vientos– el curso de su vida, no hace sino aportar su granito de arena a la construcción del gran castillo de la banalidad. Desapruebo el Twitter porque allí la existencia no tiene la menor entidad sino hasta que es contada telegráficamente; porque cualquier acción carece de sustancia hasta que deja una estela escrita. Aborrezco el Twitter porque, al igual que esos turistas que nunca están plenamente en el lugar que visitan, tan preocupados se encuentran por tomar la foto que dé fe de que estuvieron allí, los acólitos del Twitter no hacen plenamente lo que dicen que están haciendo a causa de su mismo afán por informarlo. Tal vez no esté mal que haya ventanas, pero las que abre el Twitter se antojan demasiado angostas y mal orientadas; mirillas para acercarse no al secreto de la intimidad sino a la extroversión de lo insulso. La reducida caja tipográfica de esa especie de microblog, que sólo admite ciento cuarenta caracteres, en vez de propiciar el laconismo, la frase bien afilada en el pedernal del misterio, da pie a las oraciones más simples –sujeto-verbo-predicado, cuando mucho–, a un gorjeo monótono. No por nada twitter significa eso: «gorjeo», que, con perdón de los pájaros, designa también los esfuerzos destemplados del niño cuando empieza a hablar. No me gusta el Twitter porque, aunque se presente como una ocasión para el encuentro, ofrece un nuevo pretexto para el aislamiento. Como otras redes sociales (Facebook, Hi5, chat), promete la sociabilidad espectral de lo inalámbrico, la gélida camaradería de las pantallas electrónicas. Se ha hablado de las repercusiones de esta bitácora en miniatura en lo que ya con cierta superstición denominamos «la realidad»: su potencial para cambiar las cosas, para organizar revueltas en una sola tarde. Pero las revueltas se gestan con o sin mensajes SMS, y al final lo que circula en el Twitter tiene tan poca incidencia que nadie le presta demasiada atención. Por eso me eriza la piel; porque todo allí es fútil y evanescente, como si no hubiera tenido lugar. Prueben si no a revelar sus crímenes (o sus planes de cometerlos). No pasa nada, ni siquiera responde el eco. ¿Qué es entonces lo que desfila día y noche por el Twitter? Además de cables noticiosos y «revelaciones» sensacionalistas, lo que abunda son gritos de auxilio de solitarios que no saben cómo desenchufarse; confesiones voluntarias de quienes han comprendido que sus movimientos son vigilados y a la vez poco importan. Antes de escribir estas líneas desdeñaba la moda del Twitter, pero ahora la detesto. Porque encarna el triunfo de la acción sobre la crítica, del chisme sobre el enigma, de la descripción sobre la insinuación, de lo inmediato sobre lo imposible, el Twitter condensa el signo trágico de la impudicia de la sociedad contemporánea: canales de comunicación siempre abiertos para personas que no tienen nada que decir, para individuos aislados paradójicamente por la tecnología a los que, ay, sólo les queda el consuelo del gorjeo.
(porque lo que allí abunda son gritos de auxilio de solitarios
que no saben cómo desenchufarse de la Internet)
una diatriba de luigi amara
Desconfío del Twitter porque está condenado a ser un registro de los tiempos muertos de cada individuo conectado a Internet: la gente suele relatar sus actividades justo cuando no hace gran cosa («Mastico un chicle bomba», «Miro largamente mis uñas»), de modo que o bien la actividad que describo es tan poco absorbente que me permite hacer su recuento en «tiempo real», o bien es a tal punto absorbente que no tiene cabida en el Twitter. Los cuernos del dilema de esta nueva interfaz conducen inevitablemente hacia lo inane, hacia un simple encabezado que no tiene texto debajo. Lo demás es alarde, minificción o necesidad desperada de reconocimiento. ¿Qué estás haciendo? La pregunta que plantea esta red social puede parecer inocente, incluso trivial. Pero la avalancha de respuestas que ha provocado, con millones de personas describiendo en pocas palabras sus actividades cada segundo, casi se diría compulsivamente, habla de una época dominada por la simplificación, lo mismo que por el morbo. Descreo del Twitter porque quien desde su teléfono móvil o desde sus horas de hastío frente a la computadora ha creído urgente propagar por el ciberespacio –esa versión high-tech de los cuatro vientos– el curso de su vida, no hace sino aportar su granito de arena a la construcción del gran castillo de la banalidad. Desapruebo el Twitter porque allí la existencia no tiene la menor entidad sino hasta que es contada telegráficamente; porque cualquier acción carece de sustancia hasta que deja una estela escrita. Aborrezco el Twitter porque, al igual que esos turistas que nunca están plenamente en el lugar que visitan, tan preocupados se encuentran por tomar la foto que dé fe de que estuvieron allí, los acólitos del Twitter no hacen plenamente lo que dicen que están haciendo a causa de su mismo afán por informarlo. Tal vez no esté mal que haya ventanas, pero las que abre el Twitter se antojan demasiado angostas y mal orientadas; mirillas para acercarse no al secreto de la intimidad sino a la extroversión de lo insulso. La reducida caja tipográfica de esa especie de microblog, que sólo admite ciento cuarenta caracteres, en vez de propiciar el laconismo, la frase bien afilada en el pedernal del misterio, da pie a las oraciones más simples –sujeto-verbo-predicado, cuando mucho–, a un gorjeo monótono. No por nada twitter significa eso: «gorjeo», que, con perdón de los pájaros, designa también los esfuerzos destemplados del niño cuando empieza a hablar. No me gusta el Twitter porque, aunque se presente como una ocasión para el encuentro, ofrece un nuevo pretexto para el aislamiento. Como otras redes sociales (Facebook, Hi5, chat), promete la sociabilidad espectral de lo inalámbrico, la gélida camaradería de las pantallas electrónicas. Se ha hablado de las repercusiones de esta bitácora en miniatura en lo que ya con cierta superstición denominamos «la realidad»: su potencial para cambiar las cosas, para organizar revueltas en una sola tarde. Pero las revueltas se gestan con o sin mensajes SMS, y al final lo que circula en el Twitter tiene tan poca incidencia que nadie le presta demasiada atención. Por eso me eriza la piel; porque todo allí es fútil y evanescente, como si no hubiera tenido lugar. Prueben si no a revelar sus crímenes (o sus planes de cometerlos). No pasa nada, ni siquiera responde el eco. ¿Qué es entonces lo que desfila día y noche por el Twitter? Además de cables noticiosos y «revelaciones» sensacionalistas, lo que abunda son gritos de auxilio de solitarios que no saben cómo desenchufarse; confesiones voluntarias de quienes han comprendido que sus movimientos son vigilados y a la vez poco importan. Antes de escribir estas líneas desdeñaba la moda del Twitter, pero ahora la detesto. Porque encarna el triunfo de la acción sobre la crítica, del chisme sobre el enigma, de la descripción sobre la insinuación, de lo inmediato sobre lo imposible, el Twitter condensa el signo trágico de la impudicia de la sociedad contemporánea: canales de comunicación siempre abiertos para personas que no tienen nada que decir, para individuos aislados paradójicamente por la tecnología a los que, ay, sólo les queda el consuelo del gorjeo.
Marco Sifuentes -descubro- es periodista y "blogger". Luigi Amara -sabía- estudió filosofía pero es poeta.
La poesía por ejemplo también es un amor efímero. Tan efímero, que es eterno.
Quizá el "blogger" no escribía una defensa: ensamblaba frases con sintáxis de Twitter, como defensa. Su imbecilidad (anclada en su incapacidad para elaborar una defensa digna, no por lo que defiende), le impide entender que en lo efímero no está obligado a lo vulgar.
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