De todas las aduanas que hay entre seguir siendo joven y después ya no serlo, me gusta esa que dice Caparrós en Una luna, donde asegura que, envejecer es irse alejando. Pero otra, que descubrí hoy, es la camisa blanca; menos como signo que como significante de haber dejado atrás la aduana que mantiene los berrinches y sueños mojados de la juventud a raya. Una camisa blanca es toda la diferencia. Pero una que no se deslavará ni se hará de una transparencia fantasmal dejando entre ver los pezones o la figura recortada de la camiseta debajo. Esa camisa que en la perfección de su corte queda como una segunda piel y que combinada con un traje sin corbata o con un pantalón de mezclilla y tenis, arremangada o con los puños cerrados por mancuernillas, nos distinguirá de los años anteriores.
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