Texto de Mauricio-José Schwarz publicado originalmente en 2003 en Ciberoamérica:
Un recorrido por la prensa nacional e internacional, con sus
excepciones, demuestra fehacientemente que los indígenas chiapanecos
zapatistas no han conseguido, pese a su esfuerzo, romper con dos
estereotipos que permean todos los intentos de análisis de la realidad
latinoamericana en general e indígena en particular.
El primer estereotipo es el del caudillo. Para muchos en México, en América Latina y en el mundo, nuestro subcontinente no es entendible, ni viable, sin el proverbial "hombre fuerte", que se "faja los pantalones", que "defiende a estos o a aquéllos" y "pone orden" por su carisma. El caudillo se concibe sólo en postura épica, presto a ser retratado para los libros de historia: a caballo como Pancho Villa, con un pie sobre un cañón y el sable desenvainado, pensativo mirando al horizonte, con gesto decidido o arengando a las masas que no sabían para donde ir hasta que el caudillo señaló el camino. Es el realismo socialista trasvasado al conservadurismo latinoamericano.
La conclusión lógica de este estereotipo es que los pueblos latinoamericanos necesitan y buscan siempre, hasta encontrarlo, a un caudillo, un jefe político-militar, que es la incorporación y resumen de todos los que a duras penas adquieren el título de "seguidores". Sin caudillo no hay sociedad, no hay país, no hay nación y no hay futuro.
El segundo estereotipo es el del "buen indígena extraviado", que se importó a América de la mano de los conquistadores españoles. "Los indios son como niños", repiten sin cesar Bernal Díaz del Castillo, Cortés e incluso los defensores de los indígenas como Las Casas y Vasco de Quiroga. El indio es maleable, evangelizable, encomendable, inocente, obediente, sumiso, aguantador. Lo que no se le admite al indio es que sea independiente, inteligente, rebelde, firme en sus convicciones. El papel que el indio, obligado, ha jugado en la sociedad mexicana durante 500 años sólo ha servido para reforzar este estereotipo.
La mezcla del estereotipo del caudillo con el del indio niño ha forjado, desde el 1º de enero de 1994, una visión sobre las acciones del EZLN que se puede resumir de la siguiente manera: "Marcos es el rey de los indios, mismos que no se hubieran rebelado de no ser por Marcos. Quien controle a Marcos controlará a los indios, que no son sino borregos." Tal visión se repite sin dimensionar la enorme frivolidad que representa.
Las clases medias del país, educadas en un feroz racismo que borra al indígena del mapa, que lo reduce a escenografía y a productor de artesanía, han construido con estos estereotipos una enorme cantidad de aparentes explicaciones a lo que acontece en el sureste mexicano. Las preguntas que hacen en diversos foros y en la calle dicen más sobre ellos y sus cosmovisiones que sobre la realidad chiapaneca:
"¿Qué es lo que Marcos quiere en realidad?" (La honestidad intelectual no es opción, debe estar buscando algún fin oscuro, de preferencia de carácter personal –sexo, poder, dinero- disfrazado bajo la amable máscara de la lucha por la dignidad de los indios.) "¿Qué ha hecho Marcos realmente por los indios?" (Un verdadero caudillo reparte botines, es padre amantísimo aunque severo, debe ser como el Señor Presidente durante todo este siglo mexicano con alguna excepción). "¿Por qué el gobierno no mete a Marcos a la cárcel y se acaba el problema de una vez?" (Desactivado el caudillo, el problema desaparecerá, el problema es Marcos y no la humillación de los indios, que para eso están y nunca dan lata si no los alborotan).
El racismo mexicano, que muchos quisiéramos negar acudiendo a nuestro orgullo por el pasado indígena (el indio antiguo es respetable, el actual no, ha sufrido algún tipo de degeneración evidente, supone el racista) o a la figura de Benito Juárez o de El Nigromante o de cualquier mexicano destacado con rasgos indígenas (el racismo social mexicano los considera excepciones menores), se ha visto desnudado de manera vergonzosa por nueve años y medio de negativa a aceptar siquiera que los indígenas tengan ideas propias, ya no que "manden" a Marcos (¿cómo van a mandar los indios, pregunta el racista, si no dan golpe a menos que les pongan capataz?)
Esta visión, sin embargo, no se limita a las clases medias cuyo único alimento intelectual es la televisión privada y cuya cosmovisión es generalmente redondeada por la educación en escuelas confesionales donde la idea de "los pobres lo son porque no quieren trabajar" es dogma y donde no se mira mal el uso de "indio" como insulto que significa "zafio, ignorante, tonto", sino que se desborda a áreas en las que sería razonable esperar una mayor capacidad de análisis de los acontecimientos de los últimos nueve años y medio.
Así, vemos las notas que regularmente envía a España Juan Jesús Aznarez, corresponsal de El País, en las que se hace evidente su obsesión por el Subcomandante Marcos. Para él, lo importante es que hable Marcos, y si hablan también algunos Comandantes, quedan en calidad de "otros oradores". Cuando Marcos dice durante el Zapatour, al llegar a Morelos "Venimos hasta acá no para llevarnos el nombre de Zapata lejos de donde nació y siempre vivirá; llegamos hasta acá no para usurpar una historia que es de todos", el corresponsal alegremente traduce al discurso propio de caudillo latinoamericano que esperan sus lectores: "Vengo a rendir honores, no a usurpar su legado". La colectividad zapatista queda resumida en la individualidad de Marcos. Para el periodista (de un periódico que se afirma "de izquierda"), Marcos (no el EZLN) "rompió el diálogo". Para él, lo importante no fue que los comandantes zapatistas hablaran en el Congreso de la Unión, sino que Marcos no lo hizo.
El ejemplo de este periodista cunde en toda Europa. Publicaciones italianas, francesas, alemanas y británicas se desbarrancan en la anécdota de la imagen de Marcos, de las palabras de Marcos (sin recordar que por su voz hablan miles de indígenas rebeldes), de la imagen mercadeable que insisten en equiparar con la del Che Guevara sin profundizar en las graves diferencias de propuestas, ideas y formas de organización que distinguen a una guerrilla de iluminados de los miles de indígenas zapatistas. Los indios quedan de nuevo reducidos a la calidad de "seguidores" cuando no "manipulados" por el carismático mestizo de la pipa.
Pero, más grave aún, la idea del caudillo todopoderoso y el indígena sumiso y obediente ha permeado la aproximación política de tres sucesivos gobiernos mexicanos al conflicto chiapaneco.
Vicente Fox, en su famosa promesa de resolver lo de Chiapas "en quince minutos", matiza, ofreciéndonos su visión personal del conflicto: "Durante una gira de trabajo sostuve que el problema de Chiapas lo podría arreglar en quince minutos, siempre y cuando el Subcomandante Marcos busque realmente la dignificación de los indígenas, el desarrollo humano y económico de Chiapas. Si eso es lo que quiere, nos arreglamos en quince minutos y hasta seríamos aliados en la causa."
Es decir, para Vicente Fox no hay comandantes indígenas, no hay indígenas rebeldes, no hay problemas de marginación, miseria, desesperación, sometimiento a crecientes indignidades que pudieran hacer que los indígenas dijeran "Ya basta". Lo único que hay, para él y para sus antecesores, es el problema planteado por un solo individuo, que seguramente algo busca y al cual se puede comprar, convencer o cohechar para que con una sola palabra haga que todos los indígenas zapatistas depongan su actitud y vuelvan a su silencio y sumisión esperando los programas gubernamentales de "desarrollo humano y económico" que nunca llegan.
Es evidente que, en tales condiciones, la solución del problema zapatista se encuentra muy lejos.
En el momento en que Marcos no se presentó a hablar en el Congreso de la Unión en marzo de 2001, los diputados y senadores (en su gran mayoría), los medios de comunicación (en especial los internacionales) y una parte importante de la ciudadanía mexicana dejó de escuchar lo que sí se dijo.
El 28 de marzo de 2001, la Comandante Esther advirtió en la máxima tribuna de la nación: "El Subcomandante Insurgente Marcos es eso, un subcomandante. nosotros somos los comandantes, los que mandamos en común, los que mandamos obedeciendo a nuestros pueblos. Al Sup y a quien comparte con él esperanzas y anhelos les dimos la misión de traernos a esta tribuna. Ellos, nuestros guerreros y guerreras, han cumplido gracias al apoyo de la movilización popular en México y en el mundo. Ahora es nuestra hora."
No fue su hora. Quienes influyen, quienes gobiernan, quienes controlan los medios de comunicación internacionales, dejaron de escuchar en ese instante porque los que hablaban eran indios, no su "jefe", no el responsable del problema, no el individuo con el que se negocia y transa.
La obsesión por Marcos es la norma del viejo sistema caciquil y del nuevo sistema construido a partir de exclusiones. La exclusión –una vez más– de los indígenas hasta de su propia lucha permite dibujar el retrato de una sociedad cuyos peores rasgos no se han visto moderados por la modernidad ni por la globalización. Sin Marcos, nadie escucharía el mensaje de los indios, es cierto. Pero gran parte del mundo se ha concentrado en el medio y ha desechado, y continúa desechando, el mensaje central de los indios chiapanecos. Y para entender este mensaje y dialogar sobre las bases que pone, no hace falta simpatizar con los zapatistas chiapanecos.
La "reaparición de Marcos" en la escena política (como si se hubiera ido de vacaciones durante dos años, retirado para recuperar fuerzas) pone de nuevo sobre la mesa de las discusiones cuál va a ser la aproximación gubernamental y de la opinión pública al conflicto de Chiapas, que no es sino el síntoma más visible de un conflicto mucho más profundo a nivel nacional y latinoamericano.
Si sigue prevaleciendo la idea de que toda la solución al problema se conseguiría al desactivar a Marcos (como lo intentó Ernesto Zedillo) o al negociar individualmente con él (como lo propuso Fox), el camino del entendimiento seguirá cerrado, sin importar cuántos Caracoles inauguren los zapatistas y cuántas veces digan, por voz de Marcos, que lo que desean es sencillamente que se reconozca su dignidad como mexicanos, como indios y como personas.
Y que se escuche lo que dicen, más allá de la obsesión por Marcos, que si algo tiene de admirable es haberse sabido convertir en indio.
El primer estereotipo es el del caudillo. Para muchos en México, en América Latina y en el mundo, nuestro subcontinente no es entendible, ni viable, sin el proverbial "hombre fuerte", que se "faja los pantalones", que "defiende a estos o a aquéllos" y "pone orden" por su carisma. El caudillo se concibe sólo en postura épica, presto a ser retratado para los libros de historia: a caballo como Pancho Villa, con un pie sobre un cañón y el sable desenvainado, pensativo mirando al horizonte, con gesto decidido o arengando a las masas que no sabían para donde ir hasta que el caudillo señaló el camino. Es el realismo socialista trasvasado al conservadurismo latinoamericano.
La conclusión lógica de este estereotipo es que los pueblos latinoamericanos necesitan y buscan siempre, hasta encontrarlo, a un caudillo, un jefe político-militar, que es la incorporación y resumen de todos los que a duras penas adquieren el título de "seguidores". Sin caudillo no hay sociedad, no hay país, no hay nación y no hay futuro.
El segundo estereotipo es el del "buen indígena extraviado", que se importó a América de la mano de los conquistadores españoles. "Los indios son como niños", repiten sin cesar Bernal Díaz del Castillo, Cortés e incluso los defensores de los indígenas como Las Casas y Vasco de Quiroga. El indio es maleable, evangelizable, encomendable, inocente, obediente, sumiso, aguantador. Lo que no se le admite al indio es que sea independiente, inteligente, rebelde, firme en sus convicciones. El papel que el indio, obligado, ha jugado en la sociedad mexicana durante 500 años sólo ha servido para reforzar este estereotipo.
La mezcla del estereotipo del caudillo con el del indio niño ha forjado, desde el 1º de enero de 1994, una visión sobre las acciones del EZLN que se puede resumir de la siguiente manera: "Marcos es el rey de los indios, mismos que no se hubieran rebelado de no ser por Marcos. Quien controle a Marcos controlará a los indios, que no son sino borregos." Tal visión se repite sin dimensionar la enorme frivolidad que representa.
Las clases medias del país, educadas en un feroz racismo que borra al indígena del mapa, que lo reduce a escenografía y a productor de artesanía, han construido con estos estereotipos una enorme cantidad de aparentes explicaciones a lo que acontece en el sureste mexicano. Las preguntas que hacen en diversos foros y en la calle dicen más sobre ellos y sus cosmovisiones que sobre la realidad chiapaneca:
"¿Qué es lo que Marcos quiere en realidad?" (La honestidad intelectual no es opción, debe estar buscando algún fin oscuro, de preferencia de carácter personal –sexo, poder, dinero- disfrazado bajo la amable máscara de la lucha por la dignidad de los indios.) "¿Qué ha hecho Marcos realmente por los indios?" (Un verdadero caudillo reparte botines, es padre amantísimo aunque severo, debe ser como el Señor Presidente durante todo este siglo mexicano con alguna excepción). "¿Por qué el gobierno no mete a Marcos a la cárcel y se acaba el problema de una vez?" (Desactivado el caudillo, el problema desaparecerá, el problema es Marcos y no la humillación de los indios, que para eso están y nunca dan lata si no los alborotan).
El racismo mexicano, que muchos quisiéramos negar acudiendo a nuestro orgullo por el pasado indígena (el indio antiguo es respetable, el actual no, ha sufrido algún tipo de degeneración evidente, supone el racista) o a la figura de Benito Juárez o de El Nigromante o de cualquier mexicano destacado con rasgos indígenas (el racismo social mexicano los considera excepciones menores), se ha visto desnudado de manera vergonzosa por nueve años y medio de negativa a aceptar siquiera que los indígenas tengan ideas propias, ya no que "manden" a Marcos (¿cómo van a mandar los indios, pregunta el racista, si no dan golpe a menos que les pongan capataz?)
Esta visión, sin embargo, no se limita a las clases medias cuyo único alimento intelectual es la televisión privada y cuya cosmovisión es generalmente redondeada por la educación en escuelas confesionales donde la idea de "los pobres lo son porque no quieren trabajar" es dogma y donde no se mira mal el uso de "indio" como insulto que significa "zafio, ignorante, tonto", sino que se desborda a áreas en las que sería razonable esperar una mayor capacidad de análisis de los acontecimientos de los últimos nueve años y medio.
Así, vemos las notas que regularmente envía a España Juan Jesús Aznarez, corresponsal de El País, en las que se hace evidente su obsesión por el Subcomandante Marcos. Para él, lo importante es que hable Marcos, y si hablan también algunos Comandantes, quedan en calidad de "otros oradores". Cuando Marcos dice durante el Zapatour, al llegar a Morelos "Venimos hasta acá no para llevarnos el nombre de Zapata lejos de donde nació y siempre vivirá; llegamos hasta acá no para usurpar una historia que es de todos", el corresponsal alegremente traduce al discurso propio de caudillo latinoamericano que esperan sus lectores: "Vengo a rendir honores, no a usurpar su legado". La colectividad zapatista queda resumida en la individualidad de Marcos. Para el periodista (de un periódico que se afirma "de izquierda"), Marcos (no el EZLN) "rompió el diálogo". Para él, lo importante no fue que los comandantes zapatistas hablaran en el Congreso de la Unión, sino que Marcos no lo hizo.
El ejemplo de este periodista cunde en toda Europa. Publicaciones italianas, francesas, alemanas y británicas se desbarrancan en la anécdota de la imagen de Marcos, de las palabras de Marcos (sin recordar que por su voz hablan miles de indígenas rebeldes), de la imagen mercadeable que insisten en equiparar con la del Che Guevara sin profundizar en las graves diferencias de propuestas, ideas y formas de organización que distinguen a una guerrilla de iluminados de los miles de indígenas zapatistas. Los indios quedan de nuevo reducidos a la calidad de "seguidores" cuando no "manipulados" por el carismático mestizo de la pipa.
Pero, más grave aún, la idea del caudillo todopoderoso y el indígena sumiso y obediente ha permeado la aproximación política de tres sucesivos gobiernos mexicanos al conflicto chiapaneco.
Vicente Fox, en su famosa promesa de resolver lo de Chiapas "en quince minutos", matiza, ofreciéndonos su visión personal del conflicto: "Durante una gira de trabajo sostuve que el problema de Chiapas lo podría arreglar en quince minutos, siempre y cuando el Subcomandante Marcos busque realmente la dignificación de los indígenas, el desarrollo humano y económico de Chiapas. Si eso es lo que quiere, nos arreglamos en quince minutos y hasta seríamos aliados en la causa."
Es decir, para Vicente Fox no hay comandantes indígenas, no hay indígenas rebeldes, no hay problemas de marginación, miseria, desesperación, sometimiento a crecientes indignidades que pudieran hacer que los indígenas dijeran "Ya basta". Lo único que hay, para él y para sus antecesores, es el problema planteado por un solo individuo, que seguramente algo busca y al cual se puede comprar, convencer o cohechar para que con una sola palabra haga que todos los indígenas zapatistas depongan su actitud y vuelvan a su silencio y sumisión esperando los programas gubernamentales de "desarrollo humano y económico" que nunca llegan.
Es evidente que, en tales condiciones, la solución del problema zapatista se encuentra muy lejos.
En el momento en que Marcos no se presentó a hablar en el Congreso de la Unión en marzo de 2001, los diputados y senadores (en su gran mayoría), los medios de comunicación (en especial los internacionales) y una parte importante de la ciudadanía mexicana dejó de escuchar lo que sí se dijo.
El 28 de marzo de 2001, la Comandante Esther advirtió en la máxima tribuna de la nación: "El Subcomandante Insurgente Marcos es eso, un subcomandante. nosotros somos los comandantes, los que mandamos en común, los que mandamos obedeciendo a nuestros pueblos. Al Sup y a quien comparte con él esperanzas y anhelos les dimos la misión de traernos a esta tribuna. Ellos, nuestros guerreros y guerreras, han cumplido gracias al apoyo de la movilización popular en México y en el mundo. Ahora es nuestra hora."
No fue su hora. Quienes influyen, quienes gobiernan, quienes controlan los medios de comunicación internacionales, dejaron de escuchar en ese instante porque los que hablaban eran indios, no su "jefe", no el responsable del problema, no el individuo con el que se negocia y transa.
La obsesión por Marcos es la norma del viejo sistema caciquil y del nuevo sistema construido a partir de exclusiones. La exclusión –una vez más– de los indígenas hasta de su propia lucha permite dibujar el retrato de una sociedad cuyos peores rasgos no se han visto moderados por la modernidad ni por la globalización. Sin Marcos, nadie escucharía el mensaje de los indios, es cierto. Pero gran parte del mundo se ha concentrado en el medio y ha desechado, y continúa desechando, el mensaje central de los indios chiapanecos. Y para entender este mensaje y dialogar sobre las bases que pone, no hace falta simpatizar con los zapatistas chiapanecos.
La "reaparición de Marcos" en la escena política (como si se hubiera ido de vacaciones durante dos años, retirado para recuperar fuerzas) pone de nuevo sobre la mesa de las discusiones cuál va a ser la aproximación gubernamental y de la opinión pública al conflicto de Chiapas, que no es sino el síntoma más visible de un conflicto mucho más profundo a nivel nacional y latinoamericano.
Si sigue prevaleciendo la idea de que toda la solución al problema se conseguiría al desactivar a Marcos (como lo intentó Ernesto Zedillo) o al negociar individualmente con él (como lo propuso Fox), el camino del entendimiento seguirá cerrado, sin importar cuántos Caracoles inauguren los zapatistas y cuántas veces digan, por voz de Marcos, que lo que desean es sencillamente que se reconozca su dignidad como mexicanos, como indios y como personas.
Y que se escuche lo que dicen, más allá de la obsesión por Marcos, que si algo tiene de admirable es haberse sabido convertir en indio.
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