viernes, 23 de diciembre de 2011

Rastros de la suerte

Álvaro Enrigue cuenta que mientras esperaba su primer hijo, a los 25 años, no tenía dinero para pagar "el hospital y los gastos que eso implica". Y que a esa edad en que "uno piensa que sólo se trata de competir y uno gana, escribí una novela para ganarme un premio; para ganarme un dinerito para poder pagar los gastos del parto del bebé". "Fue por eso que la escribí; y por eso que la terminé", dice. La novela es la relevante La muerte de un instalador y en 1996 ganó el premio primera novela de la editorial Joaquín Mortiz. Acaso lo que se precisa para hacer una obra decente es el apremio de la vida misma; acaso el líquido amniótico de la falta de responsabilidades reales (de ese nivel de realidad que sólo toleran los ingenieros y doctores, como escribió su hermano) hace que produzcamos puros infantiles berrinches que a falta de crítica damos en llamar obra o arte. Pero también es cierto que todos somos distintos y cada quien tiene su eficaz acicate.
Alguna vez, mientras Álvaro le dedicaba Hipotermia a Pablo -que le di el día de su último cumpleaños-, platicamos de Pitol y la habilidad de éste para inesperadamente aparecerse a tu lado. (Sea para recibir el Cervantes de la mano del rey de España en el caso de Enrigue; para mirarte fijamente desde su automóvil en la esquina de Av. Oaxaca y Saltillo, en el mío.) Escuchaba a Enrigue y pensé que a lo más que podría aspirar -y conformarme con ello-, era a algún día ser menos como él y más como su hermano: diseñador industrial, aficionado al Barça y con un copiosa, pop e intrascendente producción literaria; con unos todavía más mediocres pero escasos poemas. Alejado de la elegancia, la literatura y el cinismo.



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